Faction: Impresiones de Bucarest
Domingo
Llego a Bucarest un domingo de octubre por la noche, cuando son aquí las once y media. Me he pasado el viaje en avión dormitando y las cuatro horas, con escala en Arad, no se han hecho largas. En el pequeño y ordenado aeropuerto de Baneasa me esperan Elena y su yerno. A ella la conozco por una foto que me ha dado su hija Valentina, casada en España. Está en primera fila, como conteniendo al pelotón de rumanos que se agolpa a sus espaldas esperando a sus familiares. Es una mujer de unos cincuenta años, pequeña pero robusta, de expresión resignada y escéptica, profundamente amable a pesar de que sólo puedo balbucear cuatro palabras en rumano. Me reconoce rápidamente con la descripción que Valentina le ha dado de mí. Su yerno coge mi bolsa de viaje y yo cargo con la maleta. No ha abierto la boca, y apenas ha saludado, forzado, como un niño a quien se obliga a quedar bien con unos amigos. Queda claro que viene sólo en calidad de chófer, tanto que hasta que no llegamos a su viejo Dacia pienso que se trata de un taxista. En el coche Elena se sienta delante, y apenas si intercambiamos algunas palabras. Llamo a casa y ella a Valentina, para informar de que he llegado bien. Hay bastante tráfico en Bucarest a pesar de la hora. Con el Dacia recorremos de camino hacia el centro amplios bulevares rodeados de árboles, siempre atravesando una inmensa oscuridad. Una vez en la ciudad puedo ver los primeros bloques de hormigón de la época comunista, en difícil convivencia con los restos del Bucarest frívolo, elegante y burgués de entreguerras que sobrevivieron a la demencia ceausista. Pasamos por algunas plazas con imponentes edificios. Hay mucha más luz en ellas, y espectaculares anuncios luminosos de potentes firmas multinacionales. Elena me explica qué es cada cosa, esforzándose en hacerse entender en rumano. Unos veinte minutos después llegamos al Bulevar Magheru. Está en el corazón de la capital rumana, entre la plaza de la Universidad y la plaza Romana. Es amplio y espacioso, con algunos árboles a ambos lados y una profunda oscuridad. Domina aquí sin discusión la infamia arquitectónica del ceausismo, aunque sobre el gris de muchos bloques brillan hoy las luces de los anuncios comerciales. Bank of Egypt, Vodafone, Lukoil... A un lado la luz de la plaza Romana; al otro, imponente y ya después de pasarse al Bulevar Bratianu, la silueta del Hotel Intercontinental.
Aparcamos cerca, frente a una sede del Partido Nacional Liberal, cruzamos la calle y en poco tiempo estamos en la que será mi casa. Un estudio pequeño en una sexta planta, pared con pared con otras tres viviendas que comparten un estrecho pasillo sin luz al que se accede con llave. Nada puede ocurrir aquí sin que se enteren los vecinos, lo que facilitaba enormemente las obsesivas tareas de vigilancia del régimen de Ceausescu, en estrecha colaboración con buena parte de la población. Hoy es el mejor sistema antirrobo posible. Elena y Alina, que es la propietaria del apartamento, me lo enseñan, me explican cómo funcionan los pocos aparatos eléctricos que hay y se despiden efusivamente. Sin deshacer la maleta bajo a la calle. En España todos me han advertido mucho de los peligros de Rumanía y he acabado por interiorizar el miedo. Es mejor que baje la primera noche a la calle, aunque sean las doce y media y no tenga adonde ir. Siento que si me quedo corro el riesgo de encastillarme en estas cuatro paredes. Voy hasta la plaza Romana. De camino me encuentro escaparates de tiendas de ropa, un McDonalds enorme con terraza, algunos pícaros vigilantes frente a la boca del metro y muchas parejas paseando del brazo. Chicas elegantes y sofisticadas, perfectamente homologables muchas a cualquier alumna española de universidad privada madrileña. Es el centro y llevo poco rato caminando, pero es suficiente para saber que no son una minoría insignificante aquí.
Lunes
Me recoge Elena y vamos en tranvía a la universidad. El transporte público está atestado, pero funciona bien y es muy barato. Se confirma la impresión de la noche: a juzgar por la apariencia de buena parte de sus habitantes, en Bucarest es posible una vida perfectamente burguesa y frívola, llena de distracciones razonables. Después de resolver algunos trámites burocráticos, no con menor agilidad que en España, llegamos al Carrefour en metro. Aunque reducido, amplio, espacioso, limpio y seguro. Por la tarde paseo por algunas calles del centro. Calea Victoriei, Regina Elisabeta, con el grandioso Círculo Militar, las plazas de la Revolución y de la Universidad. Un gran potencial, todavía desaprovechado, a pesar de los años de destrucción caprichosa. Con todos los edificios históricos restaurados, las fachadas y las calles limpias y algo más de luz al caer la noche esta ciudad será una gozada.
Por la calle ruido y belleza, caos, elegancia y mucha vida. Y una intensa latinidad, recordada por los nombres de las plazas, la grácil, cuchicheante y sensual limba româna y la música -en rumano, inglés, español e italiano- que expulsan los altavoces del camión naranja de Radio 21. Con el intenso calor de primeros de octubre le da a Bucarest un extraño aire tropical.
Miércoles
Llamo a Lucian, amigo de mi profesora de rumano en España. Es ingeniero en una empresa extranjera radicada en Bucarest, tiene unos cuarenta años, vive solo en Ghencea y conoce los lugares más selectos de la noche de la capital rumana. Nos vemos en Magheru, frente al McDonalds, y vamos en su coche hasta el Upstairs Cafe, en la calle Berzei. Es un local coqueto, con poca luz, rojiza, y una clientela distinguida. Vienen algunos actores y cantantes, me dicen. Martes y miércoles son noches de karaoke. Está de moda en Rumania, donde todavía no es considerado aborrecible inmundicia estética como en España. Quizá porque tiene poco que ver la concepción que aquí tiene el karaoke, al menos en los locales en los que he estado. Un señor, perfectamente digno y no necesariamente borracho, coge el micrófono y canta lo mejor que sabe una canción. En inglés, también, un buen inglés, con lo que se amplía en mucho el repertorio. El resto lo acompaña sin histerismos, y aplaude educadamente al final. Entre los participantes Lucian, algunos actores y una soprano de la Ó;pera Nacional, que hacen excelentes interpretaciones con un punto excesivo de lucimiento personal.
Después a Vama Veche, a pocos metros, en la misma calle. Ambiente festivo y desenfadado. Es la noche de los oldies y el público tendrá una media superior a los treinta. Música de los ochenta y noventa, toda en inglés. Todos saben las letras a la perfección, despertando de nuevo el complejo del español que ha oído mil veces esas canciones pero no sabe más que tararearlas.
Sábado
En Ghermanesti (tres cuartos de hora en coche desde Bucarest), en casa de Elena. Hospitalidad antigua y desinteresada, maravillosa, grandes cantidades de comida a todas horas y una atención constante. Emociona ver cómo se vuelcan con el extranjero al que no conocían hace una semana, su esfuerzo para que entienda lo que dicen, su sincera preocupación por la aclimatación. Antes de cenar voy a la pizzeria con Mariana, la hija de Elena. Le dicen las amigas que no abren la discoteca esta noche, así que no podremos salir. Por la calle, oscuridad, algunos perros y algunos Dacias más o menos abandonados, niños resignados que desmienten la ecuación pobreza-felicidad y jóvenes que como nosotros no tienen adonde ir. Juega la selección, gana dos a cero a Bielorrusia, pero en la pizzeria nadie ha celebrado los goles. No es fácil entenderme con Mariana en rumano, pero la conversación avanza, aunque lenta y farragosa. Le gusta el manele, dice. Le pregunto por qué algunos piden la prohibición de esta música de raíces gitanas y turcas, repetitivas bases electrónicas y letras sentimentales y a menudo zafias, entusiasmo de muchos rumanos de clase baja. Dicen que transmite un mensaje pernicioso, machista, viciado. Quienes se decantan por el house u otras música extranjeras, sobre todo. Quizá los mismos que escuchan reguetón o hip hop americano. Cuando termino mi cerveza volvemos a casa. Nos espera más comida. Mici, esta vez, una especie de pequeñas salchichas picantes muy populares entre los rumanos. Abundante y buena comida, cerveza y larga conversación. Historias de dificultades, dolorosas incertidumbres, resistencia, amor y sacrificio.