Otras observaciones: Mi suicidio poético
A la memoria de Félix Bayón
La verdad es que nunca he sabido qué hacer con la poesía. Con la prosa sí. Con la prosa sé más o menos por dónde hay que tirar, y (lo consiga o no lo consiga) podría pasarme la vida entera trabajando un párrafo. Pero cuando escribía poemas, el procedimiento era muy corto. Me salía el poema del tirón, luego lo repasaba un poco, ajustando algún verso, cambiando algún adjetivo o alguna coma, y ya está. Ya no sabía qué más se podía hacer con él. Era un objeto hermético encima de la mesa que yo ya no sabía manipular. Sólo cuando se trataba de un poema paródico o deliberadamente artificioso podía seguirlo trabajando; quizá con la conciencia tranquila de que eso ya no era poesía.
Siempre he sido consciente de estas limitaciones y, aunque les tengo cariño, nunca he considerado que mis poemas aportasen nada. Creo que eran aceptables y más o menos coquetos, pero del montón. De hecho, no he buscado publicarlos: y esta omisión es, quizá, la prueba irrebatible de autocrítica en un autor. Pero esta pureza tampoco es íntegra. En todos estos años he tenido dos momentos de debilidad. Uno fue a principio de los noventa, cuando yo tenía veintipocos. Aunque ya entonces, como siempre, mi juicio acerca de mi versos es el que acabo de decir, me dejé dominar por la impaciencia de querer publicar para, como decía Gil de Biedma (creo que citando a Auden), adquirir “la imagen social de poeta”. Mandé mi libro a una editorial y después a un premio; por fortuna fracasé en ambos casos. Así no he cargado con una obra que hubiera tenido que repudiar después.
El segundo momento de debilidad fue el año pasado, ya en mis treinta y nueve. Yo hacía mucho que no escribía poemas, pero mi amigo Losada me invitó a un ciclo de lecturas que estaba organizando en Córdoba. Primero le dije que no. Después accedí. Pensé que, al fin y al cabo, no estaba mal hacer una presentación en sociedad (única y póstuma) del poeta, o del esbozo de poeta, que fui. Pasé el otoño repasando mis sobras completas (le robo la expresión a Savater) y seleccionando los textos de mi intervención. En ese repaso me di cuenta de que, en realidad, yo había estado escribiendo siempre o contra la poesía o en favor de la desaparición del poeta. Es decir: mis poemas positivamente poéticos eran recreaciones de la desaparición del poeta (de mi desaparición); y mis poemas negativamente poéticos (los paródicos) eran en sí mismos una desaparición: la desaparición de la poesía. Eran, en ambos casos, los poemas de un suicidio poético: suicidio que había concluido con éxito (exitus: salida).
Así que con este ánimo reconfortantemente póstumo me planté en Córdoba en diciembre. Descartada la poesía, yo estaba feliz y con mucha curiosidad por ver qué pasaba, sin más, con el acontecimiento. Dispuesto también a gozar del halago. No había leído en público en mi vida. Para mí era como hacer turismo a una situación nueva, y a su correspondiente gama de sensaciones. A lo largo del tiempo he asistido a bastantes recitales poéticos y siempre había un elemento tedioso que tardé en localizar: el poeta leyendo me evocaba a los que leían en la misa, aburridísimamente. Ahora yo iba a ser uno de ellos, siquiera por una noche. Poco antes del acto, cuando yo me encontraba precisamente en capilla como quien dice, recibí una llamada de Félix Bayón al móvil. Sólo quería celebrar una frase que acababa de escuchar en un capítulo de Los Soprano: “el cunnilingus y el psicoanálisis nos ha conducido hasta aquí”. Eso sí que es poesía, pensé mientras me dirigía a la sala.
El acto en sí fue como un túnel. O como si uno se metiese en una cámara a presión o en una cabina de astronauta: un espacio con una densidad distinta de la habitual, con otras leyes. Lo hice bien, pero no como yo hubiera querido. En los días previos me había imaginado leyendo y comentando mis poemas con mucha simpatía. Yo hablaba con soltura y emitía sonrisas y gestos cómplices que el público captaba y celebraba conmigo. Pero no sucedió así. En cuanto Losada me presentó y me quedé a solas en mi mesa, ante el micrófono, me sentí como si me hubieran puesto un traje de plomo: no sobre el cuerpo, sino por dentro, en el alma. Esa creo que es la imagen exacta: me sentí como con una armadura interior. De pronto me volví serio, mis gestos se hicieron pausados, pesantes. Ese aplomo me sorprendió. Imponía respeto al auditorio y también a mí mismo: yo no podía salir de él. En un par de ocasiones intenté rebajar la tensión con un chiste o una ironía: pero no pude. Me sentía lleno de energía e investido por la atención ajena. Era una coacción que yo era el primero en sufrir, en experimentar.
Supongo que cuando uno se acostumbra a este tipo de actos, los vuelve más suyos y adquiere más movilidad dentro de ellos. Serán también un aprendizaje, como todo. Pero para mí era algo completamente nuevo y recibí unas sensaciones muy precisas. Capté la fenomenología del acontecimiento, de un modo que quizá ya se le escape al conferenciante profesional. El silencio de la sala, un silencio humano, tangible, emocional; la desaparición de los individuos, de los rostros, cuando yo miraba ocasionalmente, y la sustitución de cada uno por ese cuerpo unánime, hecho de bultos pero que respiraba; la sensación de mi voz en el micrófono, de mis dedos pasando la hoja, de la luz del flexo, el sabor del whisky con seven-up en mis tragos como a cámara lenta... Cuando acabé, el aplauso era algo necesario para mí: yo lo necesitaba. Su ausencia hubiera sido un empujón.
El público luego, en el turno de preguntas, me prodigó elogios. Eran más bien superficiales, pero los agradecí igualmente. Uno se crece entonces. Cuando comprueba que el público está a su favor, aunque sea por cortesía, la mera topología del acontecimiento le otorga poder. Uno es el foco del que emana la voz, el punto al que señala la luz. Todos los oídos y todos los ojos están pendientes de uno. Es una disposición intrínsecamente perversa. Yo, agarrotado como estaba, ya pude experimentarlo, y lo usé dentro de mis posibilidades. Imagínense lo que puede hacer el hombre de cultura con tablas, o el hombre del espectáculo; o mejor aún: el político acostumbrado a mítines. Creo que uno debe de acabar necesariamente cretinizado. Comprendí algo del hablar en público: uno hace una afirmación de la que quizá no está muy convencido... pero la mecánica del acontecimiento te impulsa a seguir emitiendo otras afirmaciones que la suscriban. Se va tejiendo una malla metálica de la que es muy difícil escapar para autodesmentirse como el Prufrock de Eliot: “no es eso en absoluto, no es eso lo que yo quería decir en absoluto”.
En fin, salí de esa jornada con el ego subido. Al día siguiente abrí un blog donde colgué mis poemas y las fotos de la velada. De pronto me reconfortaba ser alguien: el poeta que leyó en Córdoba al menos, ese del cartel diseñado por Losada. Pero por fortuna, a las pocas semanas se me bajaron los humos. Comprendí que eso no conducía a ninguna parte. Releí a algunos de mis poetas favoritos, y también descubrí a otros de mi edad que lo estaban haciendo muy bien. Debía aceptar que yo era un poeta muerto. Borré mis poemas del blog. Decidí que estuvo bien esa experiencia, pero que no la volvería a repetir. Terminé de suicidarme como poeta... y aquí me tienen, vivo en la prosa.